XXII
Por la dulce vereda de los sueños
regresé de una noche prodigiosa
y no pude pensar ya en otra cosa
que no fuera en sus ojos abrileños.
Son dos bellos luceros, son los dueños
de mi vida romántica y dichosa
y hasta el rojo encendido de la rosa
se rinde a sus encantos halagüeños.
Ni un palacio de oriente con su lujo,
ni el nostálgico ritmo de un bolero,
lograron nunca en mí tamaño influjo.
Ojos color de miel, luz del sendero,
que al mirarlos me hechizan con su embrujo
y, cuando no los miro, de amor muero.
Septiembre-2011